Veo a mis hijos y les tengo envidia sana. Están viviendo lo que les toca. Sin apuros, sin agobios y sin preocupaciones.
Yo desde los 24 años me convertí un poco en madre de mis papás. Tuve que parar la olla prematuramente y desde entonces no me detuve hasta el día en que murieron. Era hija única, de manera que tenía claro que la responsabilidad era sólo mía.
Nunca renegué de tener que ocuparme de ellos económicamente durante tantos años, pero tampoco nunca lo analicé. Para mí era normal hacerme cargo de todos sus gastos.
Recién durante la pandemia caí en cuenta que cuando yo tenía 24 años, mi papá tenía sólo 53 (o sea la edad que tengo el día de hoy) y mi mamá tenía sólo 48. Eran jóvenes, sanos y profesionales. Pero, no planificaron sus vidas, ni tuvieron el empuje necesario.
Mi papá simplemente se echó al abandono cuando dejó de trabajar como médico internista en una clínica. Luego de ello, tuvo algunos pacientes particulares, pero a pesar de mi insistencia y la de mi mamá, no quiso poner un consultorio en la casa. No tenía pensión ni seguro. Se la pasaba leyendo y escuchando música.
Mi mamá siempre se agenció un pequeño ingreso luego de que dejara de trabajar. Vendiendo productos de belleza y de aseo, dando clases de piano, vendiendo ropa, lo que pudiera para aliviarme un poquito la carga. Y al menos tenía una pensión que, aunque menor, alguito ayudaba.
Ella siempre me decía lo agradecida que estaba conmigo y lo buena hija que era. Ahora entiendo la magnitud de sus palabras y por qué me lo decía tanto.
Cuando el difunto me pidió renunciar a mi trabajo para ir a vivir temporalmente a México, yo dije en un primer momento que no porque “tengo que mantener a mis papás”. Ésa siempre fue una responsabilidad sagrada para mí. Sin embargo, él insistió y me prometió hacerse cargo de ellos de buena gana mientras yo no trabajara.
Algunos años antes, mi mamá había decidido aceptar dar el dinero de la venta de su única propiedad (una casa heredada de su papá) a cambio del ofrecimiento verbal que le hizo el difunto de asumir una hipoteca para un departamento nuevo; yo no estuve de acuerdo. Mi mamá no me escuchó, el difunto tampoco; lamento no haber insistido con mayor intensidad.
El difunto por supuesto incumplió ambas promesas: durante nuestra estancia en México tuve que soportar muchas veces que me echara en cara tener que mantener a mis papás e incluso los llamó haraganes a voz en cuello en un parque de diversiones; luego del huaico, como ya lo he contado, dejó de pagar absolutamente todo, incluyendo el departamento que animó a mi mamá a comprar.
A pesar de que mis papás me hicieron responsable de sus vidas a tan corta edad, y de que se apoyaron en mí para siempre, no sentí nunca resentimiento, pero sí me molestaba que mi papá no aportara al menos buena vibra, ya que económicamente estaba anulado. Al contrario, tenía un carácter cada vez más horrible e insoportable, haciendo la convivencia un reto; además, siempre se quejaba de que yo había cambiado mucho.
Quizás en su mundo no había contemplado que yo avanzara en edad. Quizás hubiera preferido que me quedara en la adolescencia llena de candor e inocencia. Que permaneciera como “la pequeña”, que es el significado del nombre que él escogió para mí el día que nací.
Las personas cambiamos. No en el núcleo de nuestro ser ni en nuestros valores, pero definitivamente las responsabilidades, las exigencias, las penas y las alegrías nos van moldeando y por ende los planteamientos se van modificando, sazonando y matizando.
De hecho, me siento muy diferente a cuando tenía 24. En estos 29 años de recorrido he crecido muchísimo y el orgullo que siento por mis logros y luchas lo veo reflejado en la ternura de las miradas de mis hijos.
Espero ser productiva muchos años más y que el día en que mis hijos se planteen la necesidad de velar por mí llegue cuando ya estén bien maduros y logrados, dejarles una renta, que es mi trofeo de guerra, y no convertirme en una piedra en su camino. ¡Quiero ser siempre unidad, nunca secesión!
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