Hace poco estuve en un evento de gimnasia infantil.
A simple vista parecería una de esas actividades cotidianas donde el máximo disfrute está constituido por la satisfacción de ver a tu pequeña sobrina iniciarse en el mundo del deporte.
Sin embargo, para mí fue más que eso. Cuando llegó el momento de que las pequeñas se enfrentaran a la tan temida viga de equilibrio, donde todo su esfuerzo y concentración eran puestos a prueba, sin mencionar la presión del auditorio que esperaba verlas triunfar, fui testigo de la tremenda similitud con la vida misma.
Las pequeñas estaban aprendiendo, sin darse cuenta, a enfrentar las pruebas. A caerse y volver a intentarlo. Con miedo, pero sin dar marcha atrás.
Esas niñas eran un ejemplo para todos los espectadores. No es que no tuvieran temores o dudas o arrepentimientos. Pero les sobraba compromiso y responsabilidad. Camiseta y ganas. Valentía y entereza.
Las pequeñas me recordaron las caídas dolorosas que tenemos que enfrentar, pero más que eso, me recordaron que no hay que quedarse en la lona lamentándose por el reciente fracaso. Hay que secarse las lágrimas y seguir adelante hasta que culminemos nuestra rutina.
Para ello hace falta muchísimo entrenamiento y coraje. Pero también un entorno que nos aliente a continuar, que no se sienta decepcionado cuando caemos, sino que amorosamente nos consuele y nos haga barra. Que nos sostenga. Que no nos juzgue. Cada quien a su ritmo y cuando se sienta listo se trepará a la viga de la vida una y otra vez hasta completar su camino.
Todos estamos a veces en la viga, a veces en la banca como entrenadores y a veces como auditorio. Estemos pues a la altura de nuestra viga no rindiéndonos jamás, de nuestros discípulos proveyéndoles de consejos sanos o de silencios cómplices según lo necesite y de nuestro deportista para poder alentarlos permanentemente y se sientan acompañados y sostenidos.
La viga de la vida puede ser más angosta o más ancha, pero siempre será retadora y digna de ser recorrida, a pesar de, o quizás gracias a, las caídas!