Era una tarde apacible de abril de hace casi 20 años. Estaba en esa etapa de la vida donde absolutamente todo gira alrededor de las actividades de tus hijos.
Cada fin de semana en cumpleaños infantiles, actividades del colegio, tareas para el lunes, nunca en la casa, ni sábado ni domingo.
Y tocó esa tarde apacible ir al santo de una compañerita del salón de mi hija. Algunas caras conocidas, otras no, y esa sensación de no pertenecer que me acompañaba casi siempre en las reuniones escolares (nunca entendí ese afán de los padres de familia – en especial de las madres – de querer que sus hijos sean los primeros en todo, de hablar de las tareas escolares como si ell@s estuvieran nuevamente en el colegio, de inmiscuirse).
Sabía que estaría ahí un par de horas, conversando de cosas intrascendentes con algunos papás y mamás y viendo a mis hijos, entre sanguchitos y gaseosas, disfrutar del santo, hacer amigos con facilidad y demostrarme que la vida era hermosa.
Lo que no sabía era que esa tarde apacible de abril me traería a la familia elegida, como nos gusta a todos llamarla. Un grupo hermoso de gente a la que amo con todo mi corazón.
Las tres chicas son de la misma edad (una de ellas era la dueña del santo), dos de los chicos tienen la misma edad y, el entonces conchito, un poquito menor que los otros dos chicos (dejó de serlo hace 7 años casi, cuando el nuevo conchito de la familia elegida decidió hacer su entrada de sorpresa a este mundo).
Durante estos casi 20 años de amistad hubo viajes, fiestas, salidas de fin de semana, juegos, confidencias, consejos, intervenciones, discusiones (leves y acaloradas), mucha comida y mucha bebida. Pero, sobre todo, hubo y hay muchísimo amor y respeto.
Mi hija constantemente me corrige cuando llamo a las chicas “tus amigas”. Mamá, me dice, ellas no son mis amigas, son mis hermanas.
El amor con el que me ha alimentado este fabuloso grupo de gente es inconmensurable. Es vital para mí.
Hemos sobrevivido juntos muchas etapas de nuestras vidas, cantidades de problemas. Cada vez que nos vemos me siento en la gran mesa familiar que me faltó en la vida.
Y contrariamente a lo que hubiera podido pasar de forma natural, es decir, que los adultos sigan siendo amigos, pero los hijos no congenien, nuestros hijos han sabido cultivar y mantener su amistad intacta a pesar de los años y la distancia física que los separa. Y esto es tan rescatable porque definitivamente se hicieron amigos porque sus papás eran amigos, porque no pueden ser más diferentes los unos de los otros. Creo que en otro contexto no hubieran continuado su amistad.
Mi familia elegida adoptó a mis hijos como propios y yo he hecho lo mismo con los suyos.
Mi familia elegida me conoce tal como soy, sin poses, sin maquillaje, recién levantada, triste y de mal humor.
Hoy les rindo homenaje por ser personas espectaculares, profesionales responsables, padres presentes, amigos incondicionales, borrachos graciosos, cantantes líricos y bailarines desenfrenados.
Me gustaría verlos más, como antes. Pero la vida va cambiando. Lo que no cambia es el amor incondicional que nos tenemos y que se ve reflejado en el vínculo indestructible que han forjado nuestros hijos.
Me siento afortunada porque lo que nos ha ocurrido a todos nosotros no es frecuente y por eso:
Gracias hermanos por ese amor tan lindo que siento siempre y por seguir sosteniéndome el día de hoy.
Gracias hijas por ese cariño tan efusivo que siempre me dan (cada una con su particular estilo) y por haberme elegido como madrina de confirma. Significó muchísimo para mí porque ustedes querían que fuera yo justamente por ser como soy, a pesar de que las reglas de juego estaban diseñadas para alguien diferente a mí.
Gracias hijos por su cariño, por sus ocurrencias, por ser tan buenos hermanos y por considerarme de verdad su tía.
Gracias conchito por existir, por traer nuevos vientos de amor a tu casa y a la mía. Espero que tengamos muchas oportunidades de crear vínculos tan lindos como los que tengo con mis otros hijos.
¡Gracias familia elegida por ser parte de mi vida!