Entré con pesimismo a cada oficina de los bancos con los que tenía que negociar mi situación; casi convencida de que nadie me tomaría en serio o me prestaría atención.
Felizmente me acompañaba mi abogada. Una gran y queridísima amiga mía que estaba de vacaciones por Lima. Su compañía y amor me impulsó a tener las reuniones, porque sin ella a mi lado, tal vez me hubiera ido corriendo antes que alguien hubiera notado mi presencia.
Esto me recuerda la anécdota aquella cuando fui a dar uno de los exámenes médicos obligatorios que me pide mi oficina y que incluye un examen psicológico. Al dibujar una persona simplemente con bolitas y palitroques, el médico, que de simpático tenía lo que yo tengo de diplomática, me pidió volver a dibujarlo “bien”, a lo que yo respondí que no lo haría porque “así dibujo yo y no lo sé hacer de otro modo”. El psicólogo me dijo entonces que eso reflejaba que yo en el exterior parezco muy segura de mí misma, pero que en realidad soy muy insegura. Me reí para mí misma. 20 años más tarde, le doy la razón.
Las oficinas eran frías e impersonales con muchos empleados en cuyos escritorios se decide el futuro de miles de personas con problemas para cumplir con sus obligaciones financieras.
La primera reunión salió muy mal. No sólo por las malas noticias que me dieron, sino porque, para variar, no pude neutralizar mis emociones y me vi casi sollozando frente al funcionario que me atendió.
En la segunda, me sentí mucho mejor pues las personas que me atendieron fueron mucho más empáticas y se interesaron por buscar soluciones para mis temas.
Finalmente, en el tercer banco nos atendió una mujer, quien inmediatamente se puso en mis zapatos y me dio esperanzas.
Al final de cuentas, al pasar de las semanas y en los siguientes meses, salí victoriosa de la espantosa situación en la que me había dejado el difunto frente a las tres instituciones. Habían pasado 21 meses desde el huaico y recién entonces me sentía capaz de lidiar con los temas terrenales, hilvanar ideas, exponer mi caso, plantear alternativas y evaluar mis opciones con la cabeza fría.
No me creía capaz de lograr vencer esta situación y lo hice. Sin desmerecer la valiosísima ayuda de mi amiga, la victoria llegó gracias a mi determinación para solucionar los problemas. Me sentí muy orgullosa de los logros que obtuve y me quise un poco más.
Decidí entonces mirarme con amor. Saber que soy valiosa y creerlo de verdad. No desconfiar de mis talentos o virtudes. Entablar una amistad duradera con esa mujer valiente que vive en mí.
Mírate con amor. Sólo con esos ojos podrás enfrentar los días negros y las mañanas tibias. Los triunfos y los desasosiegos. Podrás guiar a los que te necesiten y consolar a los que sufren. Porque sólo mirándote con amor dejarás libre a ese ser desenvuelto y vital que habita en ti, cubierto por los pretextos y temores de una mirada sin afecto.
Dibujo: @mafecmurillo