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41. Migrantes, En La Absoluta Oscuridad

Abrí la puerta del garaje, sonriente, escuchando mi canción preferida y cantando la letra mientras esperaba que la puerta terminara de abrir. Siempre tengo la costumbre de esperar que abra toda la puerta porque así me aseguro de que pueda salir despacio y no atropellar a nadie.

Era la antigua época cuando vivíamos en la “normalidad”, sin mascarillas que escondieran nuestros gestos y sin horarios para salir a vivir.

Cuando estaba a punto de atravesar la puerta, cruzó una pareja joven. Él, moreno, alto y fornido, cargando a un niño muy pequeño a horcajadas en su cuello. Ella, bajita, bonita y muy embarazada.

Era verano, hacía mucho sol y, a través de la comodidad de mi vida feliz, con aire acondicionado y lentes de sol de diseñador, observé a esta pareja; los ojos sombríos, el paso cansado, la desesperación aflorando en cada uno de los breves gestos que atestigüé.

El hombre me hizo un gesto con la mano para indicarme que me quería decir algo. Inmediatamente las alertas se dispararon ¿Y si son delincuentes? ¿Y si me asaltan? ¿Y si me roban el celular? Pero algo me hizo bajar la luna. No quise ser indolente con estas personas que me parecían genuinamente necesitadas o asustadas o deprimidas o todo junto.

Así, bajé la luna, apagué la música y me saqué los lentes de sol que por alguna razón me daba vergüenza usar.

Eran venezolanos, parte de esa enorme masa humana que se desparrama en nuestro continente buscando un lugar seguro para ellos y sus familias. Esos hombres y mujeres que han tenido que dejar todo de un día para otro en busca de un destino incierto, tanto geográfico como social.

No puedo evitar que las lágrimas asomen cada vez que veo un papá o una mamá con sus pequeños a cuestas en las esquinas de los semáforos apelando a la caridad de los conductores. Es algo que me sobrepasa, me aflige y me indigna.

No puedo evitar ponerme en sus zapatos cuando los veo. Imaginarme desprovista de todo lo material, pero, sobre todo, de dignidad y seguridad.

¿Qué haría yo si tuviera que salir mañana de mi ciudad? ¿Qué llevaría? ¿Qué haría con mi mamá mayor que no podría salir de viaje? ¿Qué haría con mis mascotas? ¿Qué haría para sobrevivir? ¿A dónde iría? ¿Cómo me sentiría si a cualquier lugar donde fuera la gente pensara que soy delincuente por ser extranjera? ¿Cuán desesperada estaría de no poder conseguir un trabajo? ¿Me salvaría de la muerte si algún atorrante atentara contra mi vida sólo por mi apariencia y mi acento? ¿Soportaría los insultos de gente que no conozco y que no me conoce?

Todo eso me hace conmoverme terrible y constantemente cuando veo a estas personas por las calles de mi ciudad.

Pero volviendo a la pareja que literalmente se cruzó en mi camino, ellos necesitaban saber cómo llegar al otro lado de la ciudad. Ilusamente les comenté que estaban muy cerca a una avenida y que allí podrían tomar un bus. “No señora, nosotros vamos caminando. Venimos desde el otro extremo de la ciudad a pie desde las 6 de la mañana”.

Alcancé a darles entonces algunas direcciones para su largo camino y siguieron su ruta con el mismo paso resignado con el que los vi llegar. ¿Cuántos meses de embarazo tendría esa mujer? ¿Dónde daría a luz? ¿En un pesebre como María? ¿Cuánto se demorarían en llegar a su destino? ¿Dónde dormirían? ¿Qué comerían? ¿Por qué esa familia tan linda con un niño pequeño y otro por nacer tiene que vivir este martirio? Y ellos eran sólo 4 de entre los más de 5 millones de venezolanos que se han visto obligados a emigrar de su país por culpa de la tiranía que se ha instalado en esa hermosa y fructífera tierra.

No pude dejar de pensar en ellos en todo el resto del día; no puedo dejar de pensar en ellos cada día, especialmente cuando leo noticias de comportamiento malvado, desafortunado, egoísta y violento por parte de algunos de mis compatriotas que parecen olvidar o no querer recordar que nosotros también fuimos migrantes, que también anduvimos “invadiendo” otras tierras con nuestro acento, nuestras costumbres, nuestra fisonomía, espantados por el terrorismo que parecía que iba a acabar con todos.

Tal vez fue en ese momento que me di cuenta de que la absoluta oscuridad en la que yo creía que me encontraba tras el huaico no era tan profunda, ni tan negra, ni tan desdichada. Vivo en mi tierra y tengo salud, trabajo, respeto de mi comunidad, comida, techo, lentes de diseñador y aire acondicionado en mi carro.

En medio de esta pandemia que a ratos parece que no acaba nunca, date un tiempo para reflexionar y, si no estás en una posición de poder que te permita ayudar a mejorar la situación de los migrantes, al menos trata con respeto a tu vigilante venezolano, a tu repartidor venezolano y hazlos respetar ante cualquier mal individuo que se golpee el pecho en las misas virtuales, sólo para después de un momento insultar o maltratar a un venezolano, a un extranjero de cualquier otro país o a un compatriota sólo por aprovecharse de la absoluta oscuridad que a veces los rodea.

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