Recogí la maceta del departamento vacío. La llevé a mi casa porque la maceta era bonita, ¡pero dentro sólo había unos palitroques marchitos que habían sido olvidados hacía mucho! En un inicio pensé en botar todo el contenido y guardar sólo la maceta adornada con flores blancas en relieve sobre fondo marrón.
Sin embargo, algo me detuvo y sin razón aparente decidí darle una oportunidad a esos despojos que alguna vez habían sido flores coloridas y alegres.
Me hice una rutina de cuidado como empeñada, para variar, en dar la contra a esa causa que parecía perdida.
Regué la maceta sin entusiasmo, pero con rigurosidad durante 6 largos meses en los cuales no había aparentemente ninguna posibilidad de resurrección.
Cuando estaba a punto de darme por vencida y casi de casualidad, noté en una de las ramas marchitas un minúsculo botón. Una forma que antes no había notado y que definitivamente era nueva.
Me felicité por mi terquedad y cedí ante el impulso de empezar a hablarle a ese retoño, como agradeciéndole por haber hecho su aparición cuando todo parecía perdido.
A medida que pasaron los días, otros botones aparecieron en escena saludando mi cariño y dándome ánimo para continuar con mis metódicas rutinas de cuidado.
Poco a poco la tierra árida de la maceta fue cobrando vida, se llenó de verde y por fin abrieron los botones dando paso a un espectáculo de color, armonía y vida.
Fue inevitable abrazar esta experiencia aparentemente banal como una epifanía.
Al ver esa planta que volvió del más allá más bella que nunca comprendí el camino de reconstrucción por el que yo misma había transitado.
Y agradecí.
Porque mientras tenía mucho barro cubriéndome y casi asfixiándome, mientras experimentaba esa sensación de aridez en el alma y mientras me sentía aplastada por lo inaudito de mi dolor cuya profundidad parecía no tener fin, hubo gente que no se dio por vencida. Gente que con terquedad decidió esperar mi recuperación y que me cuidó de tal manera que lograron que los palitroques de mi corazón que yacían aparentemente marchitos fueran regenerándose poco a poco hasta alcanzar un verdor que creí finiquitado.
Imposible dejar de reflexionar cuánto me ayudó estar en ese hueco negro y marchito para poder tomar esta pandemia con una actitud bastante relajada y positiva. No digo que no estoy asustada. ¡Nada más lejos de la realidad! Creo que el miedo es uno de los principales ingredientes de esta experiencia tan The Walking Dead que estamos experimentando, pero no me he deprimido. A pesar de la pandemia, a pesar de la inesperada enfermedad de mi mamá (de la cual aún no estoy lista para hablarles), a pesar de la ausencia de mis hijos, a pesar de un par de accidentes que me hicieron sentir torpe y miserable, sigo optimista y alegre, y me siento muy orgullosa de eso.
Pero definitivamente haber estado hundida en el barro y marchita ha sido un ingrediente fundamental para estar lista para todo ello.
Esta pandemia me encerró y obligó a ver para adentro, a estar conmigo misma, con mis fantasmas, con mis miserias, con mis problemas y con mis carencias. La vida en el exterior nos llena de mucho ruido que aplaca y disfraza nuestros más oscuros temores.
Nunca antes había estado tanto tiempo sola conmigo misma, explorando mis más íntimos rincones y escarbando en mis pensamientos. Hubo necesidad de amistarme con mi interior, reparar las heridas y darme ánimo para sobrevivir a tanto aislamiento.
Mi refugio es el trabajo, la música, la lectura, muchos podcasts y una diversidad de cursos a distancia, perfectos para crecer intelectual y emocionalmente. Impensable poder tener tantas actividades en el día sin tener que sumergirme en el tráfico, presente siempre en mi casa para poder resolver cualquier inconveniente, para supervisar a las personas que necesitan venir para cualquier reparación, descansada, comiendo sano, ahorrando; es decir, un sinfín de cosas positivas que se han derivado de esta situación terrible que vivimos y que es necesario que todos podamos identificar, asimilar y, probablemente, como en mi caso, agradecer.
Descubrí, por ejemplo, una alegría indescriptible al salir diariamente a caminar porque es mi único momento de contacto con el exterior. Siento el viento fresco en la cara, veo el cielo, los perritos, los niños, la gente y voy acompañada de personas que me alegran la vida, con perspectivas de vida tan diferentes a la mía y, sin embargo, tan parecidas a mí en la esencia. En mi vida anterior, en la “normalidad”, hacer ejercicio era una actividad que no me entusiasmaba demasiado y quizás era porque rara vez estaba en mi casa, siempre ocupada, siempre apurada, siempre angustiada por llegar tarde a todas partes, sin tiempo para disfrutar las cosas simples de la vida.
Me gusta que el tiempo ahora transcurra de una manera más pausada y que mis ojos valoren lo que antes era rutinario.
Estoy convencida que la oscuridad me ha permitido dar paso a la luz de una manera más plena y por eso agradezco los palitroques marchitos que habían sido olvidados hacía mucho…