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43. Las Decisiones Complicadas De La Vida

La decisión más difícil que he tomado hasta ahora no fue, contrariamente a lo que algunos puedan pensar, sacar al difunto de mi vida. Tomar esa decisión fue muy fácil pues la asfixia del barro que me aventó ese individuo fue tan mal oliente, que decidir sacarlo de mi universo fue muy sencillo. Eso no quiere decir que no hubo dolor. Hubo y mucho, pero no tuve miedo de arrepentirme de lo que estaba decidiendo. Me demoré mucho en tomar esa determinación, pero cuando lo hice, el oxígeno llenó mis pulmones y automáticamente supe que era definitivo y no porque me hubieran dejado, sino porque yo había dejado de normalizar el abuso.

Sin embargo, hace casi un año tuve que decidir enviar a mi papá al geriátrico. Su mal trato a mi mamá había alcanzado niveles abrumadoramente dolorosos y la salud de ella comenzaba a evidenciar un deterioro que luego se mostraría en su real dimensión. Ella permitió durante décadas que él la avasallara, la anulara, la gritara y la humillara. Fue su decisión. Yo traté de convencerla de acabar con esa convivencia, pero mientras estuvo lúcida, no me correspondía tomar una decisión de esa naturaleza y menos entrometerme.

Pero llegó el momento en el que fue inevitable agarrar al toro por las astas. Mi mamá estaba enferma. Tenía demencia. La mujer más saludable, alegre y buena de este planeta con demencia. Varios médicos me dijeron que la velocidad con la cual la enfermedad se estaba manifestando era muy probablemente resultado del maltrato psicológico continuo que estaba sufriendo hace tanto.

Los golpes que me había dado la vida a raíz del huaico hicieron lo suyo pues pienso que, si no hubiera pasado por eso, tal vez no hubiera podido tener la fortaleza y la determinación de llevar a cabo un plan que, visto desde el exterior, podría parecer macabro. Sacar a mi papá de su casa para internarlo en un geriátrico, en pandemia.

Los días previos al internamiento los pasé insomne, ansiosa, preocupada y con miedo de los remordimientos porque luego de tomar ciertas decisiones difíciles, por lo general la culpa llega para instalarse en un rincón del alma y allí quedamente te acecha y cada vez que puede te lanza una punzada venenosa que te avinagra el espíritu.

Sacudirse de esa sensación de estar en falta no siempre es tarea fácil y eso no me dejaba conciliar el sueño. La noche anterior quería dormir y despertar en el futuro. Que un avatar llevara a cabo la temeraria maniobra. Pero me levanté y la ejecuté. Fue un momento dramático. No hubo llanto, pero sí una inevitable y profunda tristeza por haber llegado a este punto final en nuestra relación y por ponerme en sus zapatos e imaginar cómo me sentiría si alguien más decidiera mi futuro.

Pero cuando las personas son intransigentes y antisociales, con rasgos psicopáticos, no queda otra. Lo hice por las razones adecuadas y no me arrepiento.

Sabía que debía cargar con las consecuencias de esa decisión. Y las consecuencias fueron muy duras. Al poco tiempo se fracturó la cadera, terminó en el hospital y murió. Lo tomé con calma. Hice los trámites y lo cremamos. Lo más difícil fue contárselo a mi mamá.

A veces me pregunto si la culpa algún día vendrá a buscarme y atormentarme. Por lo pronto la tengo neutralizada. Tengo la conciencia tranquila. No lo hice por maldad, ni por venganza, ni por ninguna razón errónea. Mi yo interior sabe cuánto hubiera deseado que todo fuera diferente. Tener de vuelta a mi papá de niña, cuando era tierno y amoroso, al abuelo hermoso que tuvieron mis hijos mientras fueron pequeños, estar rodeada de su amor y protección.

Pero mi papá era un hombre con muchas fallas morales y espirituales, y ya no podía dar amor. Al menos no un amor bueno. Y se fue mucho antes de haber muerto. Me hirió profundamente y luego expiró. El tiempo que vivió posteriormente fue alguien más, ya no mi papá.

Después de su muerte, revisé muchos papeles. Entre ellos encontré cartas y notas mías. Me había olvidado cuántas veces intenté llegar a él, hacerle ver las cosas buenas de mí y de la vida. No pudo decirme una palabra amable cuando más lo necesitaba y vivió reprochándome que ya no era la niña que alguna vez fui.

¡No, culpa! No voy a dejar que entres a atormentarme por no haber sido una niña eterna, inocente y dulce o por haber dicho lo que realmente pensaba y sentía, o por haber tomado una decisión imposible por el bienestar de mi mamá que regaló su vida a mi papá, le perdonó sus yerros y nunca le exigió nada.

No sé si vuelvas a buscarme más adelante cuando mi mente se nuble. No sé si aparecerás en el espejo y me mirarás de reojo. No sé si me harás llorar sin razón. No sé nada.

Lo que sí sé es que mientras las fronteras de mi memoria estén intactas, te mantendré en el exilio y no permitiré que me arrastres a un abismo en el que ya estuve de visita y al que definitivamente no quiero volver.

Imagen: Agustina Guerrero – tomada de Google

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