Cada quien tiene en su fuero interno determinadas palabras que gatillan diversas emociones.
Para algunos, por ejemplo, la palabra manzanilla los transportará a un escenario idílico, lleno de romance e imágenes bucólicas.
Para otros, esa misma palabra quizás sólo los traslade a una taza de infusión o tal vez a una cama de hospital.
Nuestra biblioteca emocional está plagada de recovecos. Unos bien iluminados donde nos gusta acudir siempre porque nos alegran el corazón, mientras que otros son angostos, lúgubres y nos dan escalofríos.
Yo no me había dado cuenta de que la palabra divorcio me producía un inmediato dolor. Debe ser porque mis papás se separaron cuando yo era muy pequeña y, aunque ellos nunca se divorciaron, el rompimiento de su matrimonio causó una profunda herida en mí.
Nunca lo comenté con nadie, pero para mí era de suma importancia romper con esa “tradición” de matrimonios quebrados y no quería parecerme a muchas parejas que conocía, comenzando por mis papás. Y así, cada nuevo aniversario para mí era un galardón; me sentía orgullosa de que mi matrimonio persistiera. Quizás le presté más atención a la cantidad de años antes que a la calidad de la unión que tenía.
Mi matrimonio cumplió 21 años y para entonces, luego del camino recorrido, de las dificultades superadas y de los maravillosos hijos concebidos, yo estaba segura de que lo había logrado, que me había librado del maleficio del temido divorcio.
Y entonces, menos de un año después, todo colapsó…
Recuerdo estar en una consulta médica donde me preguntaron mi estado civil. Para entonces ni siquiera tenía un estado civil definido porque estaba separada, pero sólo me dieron las opciones clásicas: “soltera”, “casada”, “viuda” o “divorciada” y con mucha vergüenza dije la última opción mientras percibía el nudo apretándome la garganta, la angustia robándome tranquilidad, el fracaso trepando por mi espina dorsal; había entrado en un callejón oscuro donde me sentía perdida y del que tenía miedo no salir nunca.
Algunos meses después de la separación, mientras estaba en la peluquería, escuché a una mujer hablando por teléfono. Con una voz cantarina y casi impostada la oí contar a su interlocutor que había ido a peinarse porque ese día celebraba … su divorcio. Antes de escuchar esa palabra, su voz me acompañaba como un ruido más entre los resoplidos de la secadora de pelo y no fue sino hasta que dijo “divorcio” que le presté toda mi atención. Estaba dichosa con su rostro iluminado, la sonrisa ancha, los dientes relucientes, los ojos brillando…
No podía creer que alguien hablara con tanta alegría de un evento que para mí era sinónimo de llanto y frustración. Ese día regresé a mi casa pensando que esa mujer fingía. Que todo era un acto falso. No podía ser que alguien se regocijara con un episodio tan duro.
Y así pasaron los días, los meses y los años.
Y finalmente llegó el día de la firma de mi divorcio. El anuncio de la fecha llegó cuando estaba en el avión y a gritos dije “Mi divorcio está listo para firmar!” Celebramos con algarabía, me abrazaron y besuquearon. Y entonces recordé a la mujer de la peluquería. Su júbilo me envolvió y entendí que no había nada falso en su celebración. Repliqué sus ojos brillantes, la sonrisa ancha, los dientes relucientes, el rostro iluminado. Mucha gente me escuchó y algunos seguro pensaron que mi alegría era falsa, una pose, tal como yo lo había hecho en el pasado.
Firmar un documento puede ser un mero trámite, pero también puede romper muchas cadenas imaginarias que nos vamos imponiendo a través de los años. Librarse de esas cadenas es motivo de celebración. Para mí divorciarme fue eso, liberación.
Y es que divorcio no sólo se refiere a la disolución del vínculo matrimonial, sino también a la separación de cosas que deberían estar unidas o relacionadas. Teniendo en cuenta que para mí siempre ha sido muy importante la autorreflexión porque considero que es la base del bienestar y la única forma de ser mejor cada día, y habiéndome dado cuenta que dicha práctica estaba prohibida en mi matrimonio porque a la contraparte no le interesaba en lo más mínimo, concluí que mi divorcio había iniciado mucho antes del huaico y fue éste, con su lodo y mugre, el que me obligó a salir de la relación tóxica en la que me encontraba atrapada, aparentemente por voluntad propia, divorciada de mi propia identidad.
Cada quien tiene en su fuero interno determinadas palabras que gatillan diversas emociones.
Para algunos, por ejemplo, divorcio será una palabra dura, lúgubre y triste.
Para mí (ahora) significa libertad.